María Nieto

Los 90 fueron una especie de marmita de Panoramix para la música. Durante un tiempo esta afirmación fue bastante impopular, pero, reconozcámoslo cuanto antes, la última década del pasado siglo y los primeros años 2000 nos dieron a los que nacimos con alma rockera muchas, muchísimas alegrías. Lástima que tantísimas de ellas fueran efímeras como una aurora boreal.

Diamond Dogs fue una de esas razones para enamorarse de la música en aquellos años de melodías pegadizas y aires atormentados. En el Estocolmo de 1992, Sulo Karlsson y Anders ‘Bobba’ Lindström dieron forma a una banda confeccionada de retales, a juego con el estilo imperante en la época. Casi todos sus miembros tocaban en otras formaciones ya consagradas, y tal vez por ello, o a pesar de ello, el resultado fue épico. Pero en 1997 -solo 5 años después- los compromisos externos supusieron el “cese temporal de la convivencia” de Diamond Dogs.

Lo que pasa es que, cuando algo es bueno, la gente pide más. Y por eso en 2000 la discográfica logró reunirlos de nuevo. 10 álbumes, innumerables giras… Todo parecía empastar de maravilla, hasta que, en 2014, la muerte de Gunnarsson, uno de los miembros fundadores de la banda, truncaba de nuevo la idea de unos Diamond Dogs permanentes.

Cinco años después -de nuevo el lustro marcando la pauta- los de Sulo regresaban a los escenarios. Y había ganas. Tantas ganas, que el Playa Club se llenó antes de las 22, hora en que los perros más brillantes de la esfera musical saltaron a las tablas. Todo actitud, todo estilo. 27 años después aquellos veinteañeros son ya hombres hechos y derechos, pero su sonido sigue siendo actual y fresco.

Con nuevas incorporaciones en la banda – el guitarrista Lars Karlsson, Martin ‘Slim’ Thomander o el baterista Thomas Broman entre otros- y nuevo disco entre manos, Diamond Dogs sigue siendo lo que era, en buena medida, gracias a tres ingredientes principales: un público entregado que sigue amando por encima de sus posibilidades aquellos 90 en los que la música era algo más, íntimo y personalísimo; una banda elegida cuidadosamente para que sonido y estética se den la mano de una forma que sólo es posible cuando la química fluye: y un frontman, Sulo Karlsson, que mantiene viva la llama del espíritu original de la banda y cuida a público y formación con cada pequeño gesto.

Ni un solo minuto dejó Sulo de dirigirse al público en toda la noche -excepto cuando abandonó el escenario para ceder protagonismo y micrófono a Martin Thomander- y de interactuar con cada miembro de la banda, mientras el respetable coreaba los temas míticos de una formación que marcó una etapa.

Porque sí, sonaron “Every Little Crack” y “Honked”, y también “Singing with Elvis” y “Valentina”. Y en cada acorde el Playa Club vibró como si, en lugar una noche de miércoles de 2019, probablemente seguida de un despertador impertinente a las 7:30 a.m., la concurrencia se hubiese trasladado a una noche de viernes de 1996, en la que todo estaba aún por construir y la música era lo que debe ser: la banda sonora de nuestras vidas.